¿Somos igual que un gallo lisocéfalo?

¿Que hacemos concretamente cuando, entre autopercibidos varones, cis o gay, coqueteamos con “nuestros trofeos”? Lo primero que hacemos es reducir a la persona que circunstancialmente está con nosotros, por más “progres” que seamos, a ser no más que algo así como “nuestra” cuerpa, como un objeto pasible de ser apropiado, usufructuado e interdicto para los demás miembros de la cofradía. Nuestra masculinidad se afirma en la magnitud de la interdicción que somos capaces de sostener, por cualquier medio, respecto de nuestros objetos. Lo primero que sucede en esta “reducción”, es la preocupación creciente acerca de que “nos saquen”, “nos roben” el preciado objeto. ¿Esto es amor? Nos han hecho creer que sí. ¿Cuántos de nosotros consideramos que el amor sea otra cosa que exclusividad, propiedad y competencia? Bueno, es por esa vía que logramos esta basura de relación masculinista con la otra persona, autopercibámonos como nos autopercibamos. Estamos sin duda más preocupados por “defender” nuestras posesiones en lo público de la cofradía, que por pensar que la persona en cuestión pueda sentirse bien, compartir lindas cosas o simplemente realizarse en lo personal. Y esto es así por una razón muy simple, la persona con la que estamos bajo estas condiciones, no es tal, sino que la creemos una cuerpa, que no solo sería pasible de ser apropiada, sino que además que es nuestra por derecho. Ambas cuestiones son absolutamente imposible, y cuando ello no se entiende, surge la violencia. ¿Será que los humanoides masculinos en 300000 años de desarrollo de civilización y cultura “homo sapiens” no hemos podido ir ni un milímetro más allá que un pobre gallo lisocéfalo?

En el modelo masculinista de la pareja hay una mera relación de goce o usufructo de esa “cuerpa”. No se trata ni siquiera del encuentro siempre fallido, que plantea el psicoanálisis. No estamos diciendo nada nuevo desde luego. Pero pensemos, aunque nos cueste, en las consecuencias que esto genera desde el lugar de la otra persona.

Cuando circulamos por el espacio público y nos cruzamos con otras, otros u otres: ¿Cuánto estamos atentos a disfrutar de la compañía, del simple circular por diversos caminos acompañados, del momento, del evento, de la comida, de la bebida, del paisaje, sentir que la otra persona es “feliz” por un instante o se realiza en la admiración de lo que ella considera bello? ¿Cuánto estamos atentos a la afirmación de nuestra masculinidad mediante el alardeo de nuestros trofeos coexistente al peligro siempre inminente de que seamos “desposeidos” por otro?

Imaginemos esta situación trivial, vamos en el auto, y vemos que la persona que está con nosotros, con la que nos autopercibimos como pareja, mira a una otra persona, que además “vemos” que le gusta. En la cofradía gay o lesbiana es mucho peor, no solo se pone en juego que me pueden “desposeer”, sino que además me siento tentado o tentada de querer poseer también esa cuerpa que despierta el deseo de “mi” pareja. Es decir, se pone en juego, no solo la disputa por el objeto, sino la reafirmación de mi propia masculinidad por la vía del exceso de posesiones. Se nos enseña que somos más hombres cuanto a más, o más importantes, cuerpas-trofeos accedemos. Siempre tenemos que ser más, que poseer más, expropiar es en lo publico condenado, pero en lo íntimo valorado. Volviendo a la situación trivial. La respuesta masculinista más leve ante esta mirada de placer es: “Te querés bajar”, de allí hasta las discusiones estúpidas o la violencia más extrema se abre todo un abanico de reacciones posibles. Luego, en lo público de la cofradía, aparecen los discursos masculinistas hipócritas del respeto “mutuo” en la pareja. Como si el deseo fuera realmente apagado en pos de un supuesto respeto mutuo que siempre es obligación de la otra persona.

El patriarcado capitalista ha dividido las aguas entre lo público como el terreno de la disputa, y lo privado como el terreno de la posesión, ambos definiendo lugares bien claros para el autopercibido varón y para la autopercibida mujer. Es en el campo público de la disputa, donde se establecen los ridículos pero no ingenuos, discursos del respeto, los códigos y el honor. ¿Cuál sería el “respeto mutuo”?: “Vos, si querés estar conmigo, -quien sós uno podría preguntar-, tenés que resignar tu deseo de ver o disfrutar de la visión de una persona aunque te guste y lo disfrutes, al menos en mi presencia. Seguramente en la cofradía pública, en ausencia de la persona que oficia circunstancialmente como pareja no teníamos problema en comentar: “Mirá que buena que está”; “mirá lo bueno que está este”.” “A esta cuerpa la parto al medio”. “Esto es justo lo que me recetó el médico”. Entonces cuando “mirar a alguien” parte de nosotros, no es un problema. Diríamos: No pero es distinto cuando uno está con “su” pareja, es una falta de respeto. Aha… Bien. ¿Cómo sabías que yo estaba mirando a esa persona “con deseo” como decís? Si tenemos orientación sexual parecida, ¿no será que vos también la habías visto incluso antes y miraste a ver si yo la estaba mirando? ¿Cómo deducís que esa cuerpa es a la que apunta mi deseo? ¿Cuáles son los supuestos detrás de esa idea?. O sea, vos tenés que abstenerte de mirar algo que te gusta, pero yo puedo hacerlo porque es mi función vigilar tu mirada. ¿Eso es respeto? ¿Es respeto obligarse a restringirse, en el más simple placer de la criatura humana de mirar, admirar, desear “lo bello”, como decían los antiguos? ¿Es respeto o es el sometimiento de la otra persona a mis condiciones para facilitarme o no hacerme tan presente que estoy permanentemente jugando en la disputa pública por los trofeos? ¿Estoy más pegado a sentir esos instantes compartidos de la vida, sentir que la otra persona disfruta de algo; o a la disputa pública que solo busca el usufructo mío por sobre cualquier disfrute mutuo? ¿Pensamos alguna vez en la otra persona o siempre en nosotros mismos? Si sí, por supuesto, yo quiero que “elle” sea feliz, pero solo en tanto y en cuanto, yo esté incluido en esa felicidad. ¿Esto es ego o es amor? ¿Es propiedad o es amor? ¿Es disputa y competencia o es amor? ¿Es exclusividad o es amor?

Estimados autopercibidos varones, puede que la patria sea el otro, pero no hay ninguna duda de que las cuerpas no son ni mías ni del otro. Olvidemos de una buena vez los “trofeos” y pensemos en los tiempos que compartimos, sintamos a las personas con las que estamos en los instantes en que estemos juntos. Hablemos de cuerpas reales, deseos, realizaciones posibles que nadie tiene el derecho de restringir o apropiar. Démonos la oportunidad de probar nuestra prescindencia, abandonar nuestras competencias, para poder conocer y acercarnos aunque sea alguna vez a las personas a las que amamos.

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